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EMISOR, MENSAJE, RECEPTOR

Follow the leader. Isaac Cordal.Es la primera lección sobre la comunicación, la que tantas y tantas veces nos repitieron en clase de lengua. Todo acto comunicativo tiene tres elementos básicos: un emisor, un mensaje y un receptor. Los demás elementos eran ganas de complicar la existencia al alumno: un canal, un código, un contexto, un referente, la posibilidad de ruido, etc… Todo,  complicaciones. Recordemos una tarea que como estudiantes hemos realizado alguna vez, nuestro profesor nos mandaba distinguir los elementos de la comunicación en distintas situaciones.

El 29M fue un acto comunicativo. Analicémoslo. Los emisores son evidentes: los españoles que secundaron la huelga o fueron a las manifestaciones. Trabajadores, con una creciente movilización de los funcionarios, y parados salieron a la calle juntos, a pesar de las estrategias de desunión llevadas a cabo en las semanas previas. El mensaje es claro: el desacuerdo con las políticas del gobierno para la superación de la crisis. El pueblo no quiere la pérdida de derechos laborales, el adelgazamiento y privatización del estado de bienestar ni la toma de medidas constrictoras de la economía y de encogimiento del individuo. Este mensaje fue un eco amplificado. Se había dado ya en las elecciones autonómicas de Andalucía y Asturias con la pérdida de votos populares y el crecimiento de la abstención. El problema surge cuando tenemos que analizar el receptor. ¿Quién es el receptor? ¿Quién está en condiciones de serlo? Para contestar a esta pregunta entremos en la precisión de algunos de los factores de la comunicación. Todo, complicaciones. Los códigos parecen distintos, el pueblo habla en términos de política y justicia, los gobiernos solo atienden a conceptos económicos. Los medios de comunicación se dedican al ruido. Esconden el mensaje tras titulares como: “Trabaja por España” o “Fracasa la huelga, ganan los camorristas”, radicalmente alejados de la objetividad presupuesta a un buen ejercicio de periodismo. El contexto en que nos movemos es el de una economía global que elimina las cabezas políticas. E.E.U.U ha desaparecido como líder occidental, ya no esperamos su sentencia o sus movimientos para solucionar el problema, aunque en este caso haya sido su origen. Europa anda perdida en lo que parece un cambio de paradigma, achica el agua del Titánic con una cazuela. ¿Están Alemania y Francia pendientes de una solución comunitaria o de soluciones propicias para sus intereses? Las potencias emergentes son una amenaza en términos de democracia, más que una solución. Los mercados se caracterizan precisamente por no tener cabeza, son un adolescente con un coche nuevo y potente en una noche de botellón. Los economistas andan buscando una mano invisible pero nadie tiene mano con este púber excedido. Con este panorama el gobierno español no parece un receptor cualificado sino el empleado de un patrón que ya ni siquiera es político, sin capacidad de decisión ni de comprensión de las circunstancias. ¿Acabará la política sufriendo su propia reforma laboral?  Todo, complicaciones.

 Sergio Gómez, profesor de filosofía en educación secundaria.


TIEMPOS MODERNOS

En un panorama de crisis global, sin entrar en debates de la posibilidad o no de solventarla con otras alternativas o de si es un período que hay que afrontar de todas maneras, se escapan cuestiones que al no ser prioritarias (y la prioridad en una crisis para el ciudadano medio es “tirar pa’ lante”) se difuminan o ni siquiera aparecen bajo los focos.

Entre estas cuestiones habría que destacar una que de manera indirecta, o directa según se mire, afecta a la crisis laboral. Ésta es la dicotomía de la industrialización del trabajo. Esta cuestión ya tiene mucho tiempo y sobre esto seguramente se ha debatido largo y tendido. No hace falta más que recordar el famoso largometraje de Tiempos Modernos, en el que vemos las funciones de Chaplin sustituidas por ingeniosas máquinas. No obstante, hoy en día debería retomar peso.

Por un lado, nos encontramos con el hecho de que el progreso es imparable, un tren puesto en marcha que no puede ser parado (quizás indispensable), que en las dos últimas centurias ha transformado el mundo de forma radical y facilitado, por lo menos en gran parte, la vida de los humanos en el primer mundo, sin entrar en la cuestión de a costa de qué. A su vez, y especialmente en un panorama de crisis como el que nos presentaba Charles, una industrialización de los puestos de trabajo y de las cadenas de montaje supone una destrucción de empleo en el momento menos necesitado.

Esto, desde luego, saca un debate a relucir, una pregunta que la gente debe hacerse y responderse. ¿Es lícito la sustitución de personas con necesidades vitales, y dependientes del dinero, por máquinas más productivas y, por qué no decirlo, baratas para el empresario? ¿O sería recomendable retomar cierta parte del trabajo artesanal y manual para dar puestos de trabajos a aquellos que los necesiten?

Así, recientemente, en los supermercados de todas partes comenzamos a ver una sustitución de los cajeros por máquinas para la autocompra del cliente. Si bien se mantiene la mitad de la plantilla, tan sólo uno o dos empleados son los encargados de controlar y velar por esas máquinas.
Visto de otra manera: Al igual que en un juego de tablero, ¿sería recomendable dar dos pasos atrás para poder avanzar otros cinco y así tener más gente trabajando hasta que se pueda continuar con el progreso?. ¿O, quizás, nos estemos enfrentado a una intencionada prueba en la que sólo los más cualificados, más trabajadores, más productivos, los más “más” tengan la posibilidad de trabajar o de controlar a esas máquinas trabajadoras? ¿O será que nos estamos enfrentando a una especie de darwinismo capitalista y que en ese deteriorado Estado de Bienestar no hay lugar para todos sino para los que se asemejen más a las máquinas?

Adrián Flor. Estudiante de filología hispánica y poeta.


IDEOLOGÍA Y FALSA CONCIENCIA

Reproduzco un artículo de opinión publicado en el Periódico de Aragón y escrito por Juan Manuel Aragües. Creo que puede dar lugar a debate ya que nos desvela las estrategias de afianzamiento de las políticas neoliberales. Tras las esperanzas con las que intentan convencer de sus reformas está la ceguera ante la realidad o la defensa de intereses particulares.

El concepto «ideología» puede ser entendido en diversas acepciones. Aquí lo vamos a utilizar en el sentido de «falsa conciencia», de mirada deformada sobre la realidad como consecuencia de la posición social del sujeto. Todas las sociedades se sustentan, entre otros instrumentos, a través de una ideología que, construida por la clase dominante en función de sus intereses, se pretende que sea asumida por la sociedad en su conjunto. Cuanto más asumida está esa ideología dominante, más sencillo le resulta al poder imponer sus políticas.

Viene esto a cuento de varias cuestiones. En primer lugar de la humorada del simpático Mario Monti, primer ministro italiano, que ha tenido a bien dejarnos claro lo aburrido que es tener un empleo para toda la vida. ¡Con la cantidad de desafíos que hay por ahí! ¡Tantos empleos precarios esperando a los jóvenes para que se zambullan en la aventura de la vida! ¡Qué es eso de querer vivir siempre en la misma ciudad, de querer tener una casa en propiedad! ¡Qué aburrimiento! Se me abre la boca de solo pensarlo. Pero no es un bostezo, ahora me doy cuenta, es asombro, estupor, de que un senador vitalicio tenga tan enorme cuajo. Bien pensado, quizá sea su propia experiencia la que le lleva a darse cuenta de lo aburrido que es tener un empleo de por vida. Ya decía yo que nuestros expresidentes, González, Aznar, tenían cara de estar aburridos. Bueno, en realidad, Mario Monti está ahí para eso, para crear opinión favorable a la precarización del empleo. Para eso, tras un golpe de Estado posmoderno (ahora los golpes de Estado no se hacen con tanques, sino a golpe de recomendación del FMI, de las agencias de calificación y de los mercados financieros), le han colocado al frente de la república de Italia los poderes fácticos internacionales.

La segunda cuestión deriva directamente de la primera, pues si a alguien le parece aburrida la estabilidad en el empleo, es lógico que le parezca estupendo el despido libre. Bueno, como se dice de manera menos alarmante, la flexibilidad laboral. Me permito recordar la importancia de las palabras: cuando oímos «flexible» pensamos en algo positivo, la flexibilidad de la gimnasta, del carácter de alguien, frente a la rigidez, que es algo negativo, como el «rigor mortis». En fin, que a Monti y sus secuaces lo de despedir con libertad (otra palabra bonita) les parece lo más propio del libre (otra más) mercado. No sé si se habrán dado cuenta de que, sea cual sea la coyuntura, siempre encontramos a algún empresario que nos recuerda que el mercado laboral está lleno de rigideces (mortales) y hay que flexibilizarlo (hacerlo atlético). Si la economía va bien, para que siga yendo bien, si va mal, para que deje de ir mal. A mí esto siempre me había parecido un misterio, hasta que hace poco me di cuenta de que, también, era una cuestión de clase, de posición social. Me explico.

Tengo una amiga que era profesora de alemán y que un día asistió a una conversación del siguiente tenor entre dos alumnos. Uno de ellos, hijo de padres muy ricos, a sus diecinueve añitos tenía ya casa propia en uno de los sectores más caros de la ciudad. Una de sus compañeras le dijo que realmente era un tipo afortunado, a lo que él le respondió diciéndoles que por qué no les decía ella a sus padres que le compraran un piso. Ella le dijo que, como mucho, sus padres le podrían comprar unos zapatos. El muchacho, bañado en su ideología, le dijo: «tú insiste, insiste, y verás como te lo compran». Es decir, pensaba que todo funciona como funciona en su mundo.

Bueno, pues eso es lo que les pasa a los empresarios, que piensan que todo es como en su mundo y entonces el despido no les parece algo negativo, sino todo lo contrario. ¿Acaso no se perciben indemnizaciones multimillonarias por ser despedido? ¿No son noticia, día sí día también, las suculentas indemnizaciones que se perciben cuando alguien, digamos un directivo de un banco, un consejero de una gran empresa, es despedido? Entonces, ¿a santo de qué esa demonización del despido? Que, además, añadiría Monti, te permite la apasionante aventura de buscar otra ocupación.

Y aun hay una tercera cuestión. Los que tenemos trabajo, debemos ser solidarios (preciosa palabra) con los que no lo tienen y aceptar, sin chistar, que nos bajen el sueldo y nos quiten derechos para crear empleo con lo que se ahorra. Solo un pero: ¿Van a utilizar ese dinero para crear empleo o para ajustarse a las directrices de terrorismo social del FMI? La izquierda ya propuso, hace mucho tiempo, esa idea, con un eslogan muy acertado: trabajar menos para trabajar todos. Ese es el planteamiento de izquierdas. El neoliberal es: trabajar más para que trabaje menos gente y tengamos más beneficios (que luego no invertiremos, que están los tiempos muy inciertos). Nos quieren convencer de que recortan salario a unos trabajadores para crear empleo para los parados, pero eso es radicalmente falso, pues lo único que se pretende es ajustar el déficit público, lo que exige que lo que ahorran no se lo gasten. En fin, ideología, ideología, ideología. De lo que se trata es de generar un estado de opinión favorable a la precarización, al despido libre y a la erosión de los derechos sociales que allane el camino, a través de la forma de pensar, a la aplicación de políticas neoliberales. Perder la batalla de las ideas es perder la batalla política.

JUAN MANUEL Aragüés, Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza 16/02/2012. EXTRAÍDO DEL PERIÓDICO DE ARAGÓN.